¿Cuánto dicen nuestros nombres de nosotros mismos, cuánto guardan de nuestra historia, cuánto explican de la vida? En busca de algunas respuestas -dentro del ámbito turístico-, muchos intentamos el viaje hacia las raíces. Un viaje que es una promesa, un anhelo, una travesía de emociones desbordadas cuyo horizonte parece ser el reencuentro con las huellas de nuestros antepasados -la casa natal de la abuela, el taller donde trabajaba el bisabuelo, el árbol que plantó un tío- o con aquellos que han quedado en esas tierras lejanas, testimonios vivos de nuestra historia, relatores presentes de tiempos pasados.
Como país de inmigrantes, los viajes hacia las raíces siempre han sido parte de la historia del derrotero de los argentinos. El comentario, surgido en una charla entre colegas, disparó algunas historias. Hubo quien relató encuentros conmovedores, gratificantes con lugares y gentes desconocidas, pero de rasgos familiares. Hubo también quien, con un dejo de frustración, habló de travesías que generaron sentimientos encontrados. Otros divagamos sobre las posibilidades de un viaje futuro que nos permitiera hallar el eslabón perdido de nuestro árbol genealógico.
Las historias mezclaban hasta entonces rasgos románticos, risueños, trágicos, dolorosos. hasta que llegó el turno de Mauricio, otro colega. De apellido español, explicó que para él, el viaje a las raíces estaba muy lejos de España. Sin querer ser frívolo, dijo, soñaba con hacer un viaje que, quién sabe por qué capricho aleatorio nominal, él vinculaba de manera categórica con una explicación fundamental de su existencia. Conocer la isla Mauricio, en el Océano Indico, de playas exquisitas, aguas calientes, vegetación densa, le permitiría, decía él, completar parte de su historia. Quizá, hasta sentirse como en casa. Sea cual fuere el ángulo elegido, todos buscamos un anclaje a la vida, una explicación sobre nuestros orígenes. Tal vez las respuestas estén más en nosotros que en historias de antecesores lejanos e islas ajenas, exóticas, distantes.
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